Mentiras y metáforas
Bruno Marcos
No sé por qué sigo asistiendo a estas cosas, seguramente porque reside en mí aún el muchacho deslumbrado. Había tal concentración de mi desprecio –políticos infames, mentirosos, impostores analfabetos- por centímetro cuadrado que aunque se hubiera transfigurado la pura piedra en poesía ante mis ojos no la habría reconocido.
Una muchacha rasgó el silencio reivindicando que las chicas podían ser Doñas Juanas, como el tenorio, para acabar casi invitándonos a aplaudir a su abuela allí presente. Y yo, inhabilitado como estaba para percibir la poesía por estar fuera de trance, me preguntaba cómo conjugaría esta chica ese amor tan puro por su abuela con su deseo de zaherir a los muchachos que se le cruzan cual tenoria. Yo veía bastante más loable hacer un poema para que no haya ni donjuanes ni doñajuanas, porque el tenorio más que un amante alegre era un señor que hacía daño. Si, por lo menos, la hermosa muchacha hubiera vindicado el amour fou de los surrealistas los allí presentes lo habríamos tomado como una no desdeñable invitación al amor libre...
Después recitó un poeta social con una voz grave y existencial. Casi entré en lo poético pero me desconcentré al oír, al final, un poema a los ojos de un congrio.
Sin embargo, lo más insólito que tocó mi prosaico oído de aquel día, más aún que la poesía social vivita y coleando hoy en día, fue la intervención del más veterano de los tres vates que leyó un poema escrito a un calcetín que vio tirado en la calle, en el cual, se acababa comparando el calcetín a un ave y postulando que el calcetín perdía el vuelo igual que el poeta, y que ambos, poeta, calcetín y ave eran una misma cosa.
Para finalizar el maestro de ceremonias dijo: “Esta catedral es de musgo”. Así, sin más, como si estuviéramos obligados a creerlo porque él lo decía. Incluso yo, fuera de situación espiritual como me hallaba, desvié momentáneamente la mirada hacia las piedras no fuera que hubiese ocurrido un enmusgamiento generalizado de aquellos sillares que tanto había costado labrar a nuestros antepasados transmutando, de pronto, nuestro monumento en mole verde. Pero, como yo estaba tan sordo a la poesía esa tarde, me dio la sensación de que esta no había hecho acto de presencia en aquel claustro y, a mí, más que a metáfora aquello del musgo me sonó a mentira. ¿Puede ser, cuando no hay poesía, literatura de por medio, que una metáfora parezca, pura y llanamente, una mentira? Por un momento, en aquel claustro, lo menos falso me pareció mi rólex falso que compré en Indonesia.
Al acabar Blisset me esperaba sin querer pisar el escenario donde las falsas metáforas se derramaban para contarme que el concejal de los fuegos artificiales le había obligado a ir a los tribunales porque no le iba a pagar un trabajo que hizo mientras gobernaban los otros.
Ya en la calle me crucé con una compañera profesora de literatura y le dije que el único que me había gustado algo había sido su amigo, el poeta social, y ella me contestó que ya se lo tenían dicho los amigos, que es que él lo que tiene, desde siempre, es que lee muy bien. Lo mismito que me decía mi madre –pensé- cuando yo actuaba en algún sitio y no se enteraba de nada, que yo leía muy bien, de maravilla. Quizá todo se reduzca a eso, a musicar la voz, a leerle a una madre o a una abuela, cualquier cosa, cualquier estupidez, hasta que te gustaría ser don Juan Tenorio, para que ella sepa que estas ahí, diciendo cosas, en cualquier idioma, transmitiendo, en el tono, la belleza estrafalaria del mundo.
No sé por qué sigo asistiendo a estas cosas, seguramente porque reside en mí aún el muchacho deslumbrado. Había tal concentración de mi desprecio –políticos infames, mentirosos, impostores analfabetos- por centímetro cuadrado que aunque se hubiera transfigurado la pura piedra en poesía ante mis ojos no la habría reconocido.
Una muchacha rasgó el silencio reivindicando que las chicas podían ser Doñas Juanas, como el tenorio, para acabar casi invitándonos a aplaudir a su abuela allí presente. Y yo, inhabilitado como estaba para percibir la poesía por estar fuera de trance, me preguntaba cómo conjugaría esta chica ese amor tan puro por su abuela con su deseo de zaherir a los muchachos que se le cruzan cual tenoria. Yo veía bastante más loable hacer un poema para que no haya ni donjuanes ni doñajuanas, porque el tenorio más que un amante alegre era un señor que hacía daño. Si, por lo menos, la hermosa muchacha hubiera vindicado el amour fou de los surrealistas los allí presentes lo habríamos tomado como una no desdeñable invitación al amor libre...
Después recitó un poeta social con una voz grave y existencial. Casi entré en lo poético pero me desconcentré al oír, al final, un poema a los ojos de un congrio.
Sin embargo, lo más insólito que tocó mi prosaico oído de aquel día, más aún que la poesía social vivita y coleando hoy en día, fue la intervención del más veterano de los tres vates que leyó un poema escrito a un calcetín que vio tirado en la calle, en el cual, se acababa comparando el calcetín a un ave y postulando que el calcetín perdía el vuelo igual que el poeta, y que ambos, poeta, calcetín y ave eran una misma cosa.
Para finalizar el maestro de ceremonias dijo: “Esta catedral es de musgo”. Así, sin más, como si estuviéramos obligados a creerlo porque él lo decía. Incluso yo, fuera de situación espiritual como me hallaba, desvié momentáneamente la mirada hacia las piedras no fuera que hubiese ocurrido un enmusgamiento generalizado de aquellos sillares que tanto había costado labrar a nuestros antepasados transmutando, de pronto, nuestro monumento en mole verde. Pero, como yo estaba tan sordo a la poesía esa tarde, me dio la sensación de que esta no había hecho acto de presencia en aquel claustro y, a mí, más que a metáfora aquello del musgo me sonó a mentira. ¿Puede ser, cuando no hay poesía, literatura de por medio, que una metáfora parezca, pura y llanamente, una mentira? Por un momento, en aquel claustro, lo menos falso me pareció mi rólex falso que compré en Indonesia.
Al acabar Blisset me esperaba sin querer pisar el escenario donde las falsas metáforas se derramaban para contarme que el concejal de los fuegos artificiales le había obligado a ir a los tribunales porque no le iba a pagar un trabajo que hizo mientras gobernaban los otros.
Ya en la calle me crucé con una compañera profesora de literatura y le dije que el único que me había gustado algo había sido su amigo, el poeta social, y ella me contestó que ya se lo tenían dicho los amigos, que es que él lo que tiene, desde siempre, es que lee muy bien. Lo mismito que me decía mi madre –pensé- cuando yo actuaba en algún sitio y no se enteraba de nada, que yo leía muy bien, de maravilla. Quizá todo se reduzca a eso, a musicar la voz, a leerle a una madre o a una abuela, cualquier cosa, cualquier estupidez, hasta que te gustaría ser don Juan Tenorio, para que ella sepa que estas ahí, diciendo cosas, en cualquier idioma, transmitiendo, en el tono, la belleza estrafalaria del mundo.
2 Comments:
si la vasija es bella que importa el cianuro o el vino que vigile mis últimos pasos
Sientes una atracción fatal hacia ese cortejo de poetas subvencionados por el mal gusto y la buena lectura.
Creo que la blogosfera mueve los hilos de tu marioneta.No olvides que la magia de las marionetas está en que no se vean los hilos.
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